miércoles, 11 de agosto de 2010

Una novela ensangrentada

Sangre, una imponente forma de comenzar un relato. Relato del cual ni mis ojos cegados por la cólera pudieron evitar echarle una hojeada derramando un poco de esta sangre en sus páginas. ¿Y cómo no iba a hacerlo?. Había encontrado el diario de Estela, la que solía llamar mía, como plasmaba en sus hojas los orgasmos con un hombre loco y lleno de fantasías como si fuesen parte de la más jovial adolescente. No eran como las novelas que ella solía escribir y de las cuales yo me sentía orgulloso y ,a la vez, excitado hasta la última de mis memorias.
El sol ya no era sol sino calor, rasguñé mi piel esperando arrancarla y arrancarme de la angustia que el día me había traído. Dentro de mi inquietud y de ese sol que ya no era sol, sino calor. Busqué el viento helado, la frialdad del paisaje y porque no decirlo, del alma que no quería más que salir de la armadura, inerte y muerta armadura que sólo me sostenía para realizar lo que ni yo sabía, iba a hacer. Cada vez que Estela, la sucia Estela, decidía terminar uno de sus tantos libros, marchaba a la cabaña la cual le había regalado. No pensé que le había regalado noches de cama con otro, escenas que parecían lúgubres pinturas llenas de vacío y dolor al momento de verlas. Pero claro, necesitaba más de aquel masoquista y excepcional trabajo para dirigirme a aquel lugar, no para buscar una explicación, si no para no perdonarla.
La luna ya no era luna, sino frío. Me agrada, más cuando la lava me derretía los pies y mi cabeza sentía la rabia de ver la luz encendida y la sombra de su indecente cuerpo proyectada. Alegre como su sonrisa y tan inconsecuente como la sonrisa que yo tenía mientras caminaba para abrir la puerta. Se acercó y todo siguió su curso.
Sangre, una imponente forma de continuar un relato. Ahora no era la mía, provocada por la cólera. Era la de ella, lograda por un puñal el cual dejaría de ser cualquiera y pasaría a ser un objeto de lo más valiosos de mi perversión. Lo guardaría junto a mi amor por ella y por la imagen mental de su pavor al verme hacer lo que gratamente había realizado. Pero ni la luna, que ya no era luna, sino frío, fue suficiente para que mis manos se detuviesen. Aquella morada, que antes pensaba que yacía la genialidad acogedora de Estela, se perpetuaba la más lúgubre y terrible tragedia que ni ella fue capaz de narrar.
Pasaron unos minutos, ella tirada, postrada y sinónimos que recalcan la belleza de aquel momento. Vi su cuello y sus brazos. Otros lo habían degustado, ya no más. El calor volvió a mi, nadie más te iba a saborear. Comencé a comerte como acto más puro de canibalismo, como si existieran los licántropos, pero el paisaje y cualquier espectador podría haberlo dicho con todo objeto del paisaje: yo era uno de ellos.
Estuve días saciándome de su belleza, leyéndole sus historias de cama, y devorándola sin dejar rastro más que los huesos hundidos en lo animal de mis actos, tu te lo buscaste Estela, tu te lo buscaste…
Esa sangre que tenía esparcida por toda la cara y que ya era simbolismo de mi triunfo y algarabía como si hubiese estado en la mejor de las orgías, fue mi tumba. Unas manos tocaron mi cuello, me dieron la vuelta y vi su sonrisa, su mirada de éxito y tal vez, burlándose de mi locura, imitando los ojos y la falsa alegría de mis actos perpetuados aparece el tercero, el invitado, del que olvidé totalmente su existencia mientras disfrutaba el cuerpo de mi amada y que él también deseaba. El calor dejó de ser calor, sino sol. Ya no había paisajes tétricos sino paz y liviandad en la sangre que caía de mi cuerpo en las hojas de aquel diario. Sangre, una imponente forma de terminar un relato.

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